martes, 14 de diciembre de 2010

En el pricipio no era el verbo. Relato inacabado. Quizas en los comentarios podais acabarlo alguno


Vida y sucesos de un anacoreta callejero.


Cierto día soleado, Marta Adelfa en la plaza del Salvador, sentía el culo helado sobre el frío mármol de la estatua de Martínez Montañés; un par de hermosas palomas blancas jugueteaban aladas de una a otra cornisa por la fachada barroca de enfrente. Llega la primavera; el sol se acerca tenue a la tierra desliando su furtivo minué. Los naranjos resplandecen y la calle y la cerveza callejera con jolgorio alegran el pasear. En las proximidades el anacoreta pensando en la corte de Médicis las palomas observa. Marta Adelfa no sucumbe en su hablar; sus sílabas sensitivas se escabullen sin sentir silabeando sin sentido lo que con sentido no se acierta a decir. Extraño es que no se le escape el alma; puede que aquel par de palomas sean simplemente Platón y Sócrates disfrazados y que ella en un instante nazca ratón, pardo, ripio y leve como un joven actual. En fin, no para de hablar, y el anacoreta, cansado, del mármol frío despega su culo para entablar diálogo al pasear. En el principio está la serenidad; al anacoreta le huye el estomago y esto le produce leve levitación que con el andar concuerda pensamiento y con el pensar sintiendo el anacoreta entre el sultán de Persia que apura su cachimba y la niña guapa que sorbe su amargura, pasea embriagado de Sol. Uno y uno, dos, la pareja de guardias del asentamiento urbano, poco más arriba, muestran sus gestos de asnos que saben ser buenos siendo malos. Lastima que el hombre sepa que otros deben guardarlo de sí mismo. El anacoreta pasea arribado a sí en tierna melodía con los otros. Una mañana alegre de sol, todo un día alegra y un día alegre alegra una vida. El anacoreta que nunca pierde la sonrisa pasea por la ciudad de Sevilla sin rumbo ni camino por las calles conocidas. Pepito Picapulgas se acerca rantamplán con su carpeta entre pecho y brazo. “Hola, qué tal”. Paseando, ya ves. Pepito abre la carpeta para mostrar sus garabatos ansioso, culebreando para ocultar tras los papeles alguna revista vana. Ahora no, Picapulgas, he de marcharme. “Puedo ir contigo”. Se trata de un asunto privado. El anacoreta anda pensando fisiológico y piensa que el mejor remedio contra las dolencias estomacales consiste en una mezcla calipédica de pensar lo dicho verdaderamente cuando se desea Buenos días y conseguir no decirlo a nadie, quiero decir, que nadie signifique un sujeto que es buenos días. No sé; creo que el anacoreta se está liando consigo mismo por lo que no puedo dar mucha verosimilitud a este detalle. El anacoreta piensa que el pensar es sencillamente una masturbación sacrosanta que se realiza a sí misma como masturbación sacrosanta; piensa que es algo como nada; en fin, el anacoreta piensa que sólo se puede pensar y piensa pensador que nada trasciende porque todo es trascendente; a fin de cuentas, hablamos del anacoreta que alza sus brazos gritando paz al silencio como mi amigo Sergio. Puedo decir que el anacoreta es como un pescador tenaz o, como Ortega, un espectador impulsivo de los reflejos interiores de la perspectiva exterior. El anacoreta derriba toda frontera y creo que hasta me estoy liando yo. Sin más, el anacoreta es el sujeto concreto que no puede evadir el ser concreto; el ser siendo, pensando y sintiendo porque la vida es vida y ninguna otra cosa y todo está por descubrir. El anacoreta es un canto fugaz a la vida y al hombre. Y sin más preámbulos ni falsas esperanzas, un hombre como otro cualquiera que pasea la calle con la salvedad de a nada ser ajeno. El anacoreta es un entrometido. Cuando el anacoreta pasea la calle pensando y se tropieza con alguna niña que ría necia o algún muchacho gabacho hasta la insolencia piensa que la política internacional o de comarca o filosófica o como sea se resume sencillamente en un arriba y abajo. Entonces el anacoreta ríe por la simpleza de sus congéneres e inmutable anacoreta llega correcto a las puertas del simposium. Toc...Toc…Toc. Toc…Toc…Toc, despertarán los inquilinos de esta casa sevillana del infierno. Toc…Toc…Toc. “Espera, ya abrimos”. Y Fulanito da la bienvenida al anacoreta. “Quitaos esos zapatos”. “Esta bien. Dónde está Anacleto”. “Aquí aparece Anacleto de Híspalis para brindarte su bienvenida”. La bienvenida os he de dar yo; que os alzasteis, oh, Apolo de las letras españolas, a la cumbre más excelsa de la robusta sabiduría publicada y por publicar; oh, Anacleto de Híspalis yo te entrego esta corona de laurel que para tu hermosa y gallarda cabeza bordaron las ninfas de estrecho talle, que no otra cualquiera. Y Anacleto con su gesto de poeta trágico abraza congratulado al anacoreta y los dos ríen por el motivo que sea. “Entremos, pasemos al fin y serás presentado”. Pasan ambos a un patio desusado centrado por un aljibe alrededor del cual tres o cuatro plantezuelas brotan de un suelo calcilento. Dispersos por la claridad del patio varios aposentos asientan a sujetos iguales menos dos y cántaros albergan alegre vino en desacostumbrada cantidad. “Bien. Oh, yo, Anacleto de Híspalis, promulgo entre vosotros la virtud del desolado conocimiento efímero que tiene por fin y trama un solo ser; he aquí el amigo que esperábamos. Éste que ves a mi derecha es el hijo póstumo del larguísimo celebrado cómico Arístides, cómico y Arístides a su vez. Aquel cuyo rostro quebrado nos consume de ternura tiene por nombre Alcíbiades y es todo un hombre de medicina; de él habrás oído hablar. El que ríe con brío junto a Alcíbiades es el archiconocido filósofo peripatético Alpecius de Colonia, magnifico paladín de la idea fugitiva. Y aquí, por fin, Aleusís, joven poeta y laureado gorrión de la mañana alegre. Ahora que todos fuimos conocidos aposentémonos de inmediato. Oh, yo, Anacleto de Híspalis, doy por buena la venia de este festín, y quién mejor que yo para hacerlo, aconsejándoos, amigos, que no entremos en batalla si ello no es necesario, que a veces corre la sangre porque no corren las palabras”. “Estaremos de acuerdo todos los presentes cuando diga y especifique que este banquete ha sido concebido en honor del extremo ingenio de la emérita tierra, Don Anacleto de Híspalis, que tan magníficamente sabe hilar con los versos pasiones y, por lo tanto, sólo él debe ser el encargado de especificar, como ocurría en la hermosa Grecia, la vid de vino que hemos de beber. Por mi parte, Oh, Alpecius, sobrios beberíamos”. “Tanto cuanto sea posible -dice Aleusís”. Y Alcíbiades se enaltece con la vivacidad del joven: “Hermosa sea la juventud plena de amor, de vid y vida”. “Hermosa sea- repiten todos”. “Ya que el vino nos hizo venir -habla Arístides- justo creo sea justa la medida que vayamos a beber; no sea que por injusticia venga el vino a ser sangre”. “A vino habría de devenir la sangre –dice Aleusís.” En su justa medida es claro que no hace mal al hombre, dice el anacoreta, y entonces Anacleto de Híspalis decreta que se beba moderadamente y según el gusto de cada uno. “A lo que debíamos venir a parar, a eso vinimos”. “Pues bebamos –dice Aleusís-, a fin de cuentas, todo es vino lo bebamos o lo repudiemos”. “A todo se ama, incluso al amor”. “No habléis de amor que mal podemos soportar la cantinela enfermiza de la pasión enferma. Callad, no lo mencionéis y hablemos de la ambición u otro tema semejante que a vosotros, caros amigos, os embellezca u os importe. Así os habla Anacleto de Híspalis”. Por mi parte puedo decir que me encontraba sentado al pie de la estatua de Martínez Montañés pensando en lo inútil que es la ropa al cuerpo humano cuando el clima es agradable y la temperatura cálida. “Deberían las mujeres seguir esa norma”. “Oh, necio Arístides, hijo de Arístides, buscas la gracia donde no hay forma”. “En desacuerdo absoluto con vuestra posición me he de encontrar –replica alterado el joven poeta al filósofo amanerado-, forma, la más bella, la curva álgida de su pelvis, el febril tacto de sus pechos, la rosa cálida de sus brazos y una abierta en el centro. Si vos no admiráis un cuerpo de mujer no sois filósofo ni sois nada; ni siquiera sois un puerco como el cómico lo es”. “Qué cortés, este poeta, tachando a un cómico de soez cuando es él el primero que su amada desnuda y después de usada le da el traspiés porque con sus rimas ya se olvida o ya confunde su querer. Los jóvenes poetas sois advenedizos hasta el punto de no comer”. “En fin, baste ya está discusión y proponga alguno algo de lo que hablar que a todos nos proporcione gusto, que aburrido me habéis de tornar, oh, Anacleto de Híspalis, de seguir con tales parlamentos en orden al desacato de la autoridad personal de cada uno”. Magnífico –dice el anacoreta-, ya encontré de que hablar; justo creo que sería que si cada uno somos uno y, a fin de cuentas, lo que uno más ama es a uno mismo, uno ama una mujer principalmente, y todo en todo punto se mide y distribuye según la unidad; justo sería, digo, que nuestras palabras se encaminaran y se creasen con el único objeto de realizar el encomio de la unidad. “En todo punto son sabias tus inquisiciones. Anacleto de Híspalis considéralas válidas para el comienzo de la discusión. A ver, qué decís los demás”. Y todos se muestran de acuerdo con el decreto del poeta trágico. “He de señalar, no obstante, -habla Arístides-, que puesto que habrá primero y último a la hora de hablar, con el perjuicio que eso supone para aquel que como yo, oh, Arístides, se encuentre en póstuma posición; digo, se permita a esta discusión, ser ametódica y que cada uno desarrolle la unidad como más le plazca”. “Sin método –dice Alpecius-, a dónde hemos de llegar”. Mientras no lleguemos a nada me sentiré contento; dice el anacoreta y Anacleto de Híspalis, que bien sabe amarlo, vuelve a tomar por decretos las palabras del silencio. Bien, puesto que mi persona fue y no otra cualquiera, la que el tema de nuestras reflexiones expuso, justo será que sea en último lugar mi singular discurso, empezando por Alpecius que se encuentra a mi siniestra. Todos se muestran alegres y dice el poeta ya medio borracho: “Si he de hablar entre cómico y trágico; no podrá mi discurso sino ser tragicómico o parecerlo”. “Ebrio, te violentarás y habrá porque reír y porque llorar, pero, en fin, no midamos que necesitamos dos objetos y hablamos de la unidad, lo que significa, si acierto, que cada uno, cada cosa, cada discurso son uno y valen lo mismo en la medida que no pueden ser medidos sino dentro de sí mismos”. “Esplendido, éste es el paladín de la idea fugitiva. Seguid con vuestro discurso puesto que afortunado fue su principio. Oh, Alpecius, contad con los buenos deseos de oh, mí, Anacleto de Híspalis”. “Bien. Pues de lo que decía se deduce que la relación entre unidades no es política sino en todo caso una relación de uno a uno que se establece en tanto cuanto uno no pasa a formar parte del otro ni el otro del uno, y por ese mismo motivo la unidad es indivisible en cuanto a su autonomía y su decurso. Por otro lado, la unidad es la medida del universo y del todo originario que la mente de los minúsculos humanos interpreta como principio de lo que en parte conocemos, como conocemos que la materia está cargada positiva o negativamente de movimiento, o que si aplicamos ambas fuerzas contrarias o iguales se dilapidarían en diversas direcciones; de suerte que cada chispa del universo posee en sí cierta cantidad de esta controvertida inercia constante. Por ejemplo, si un hombre a caballo ensartase sin piedad ovejas pensando que son valerosos guerreros de inmortal nombre; y si, a su vez, el pastor de dichas ovejas incomodado imprimiese movimiento a la inerte piedra, que pasajera rápida sería del aire, y tras su viaje con su inercia negativa colapsará el movimiento positivo del hombre en feroz lucha, y con él en el suelo fuera a dar quieto y acongojado, habríamos percibido un asteroide inerte que es expulsado del campo magnético de un planeta encolerizado para entrar en la corriente de otro colérico y alocado cuya explosión magnánima haría por derruirlo todo. No sé si este ejemplo es válido pero si que es bello”. “De acuerdo nos encontramos”. “En fin, lo que se desprende de dicho ejemplo es lo siguiente; escogeremos de las unidades un número para hacer del análisis algo sencillo; tenemos el pastor, el guerrero, la piedra y la oveja…”. “Y el ingenio de Cervantes –dice Alcíbiades”. Eso es indudable; dice el anacoreta. “Pues bien, el guerrero es unidad puesto que es orden y caos y viendo a la susodicha oveja como unidad decide hacer en ella, que no cambiarse con ella o tergiversarse ambos; entonces emplea su movimiento positivo para hacer cambio en el movimiento de la oveja; es decir, la unidad decide troncarlo, en esta ocasión, de positivo a negativo; troncando el de otras tantas de positivo a veloz. He aquí que llega el pastor y… bueno, ya saben, nadie tolera el imperio del otro, nadie tolerará al que por fuerza lo gano y con fuerza lo gobierna. Pues todo aquel que no sabe gobernarse arde en deseos de gobernar a los demás, de doblegar vecinas voluntades, conforme al capricho propio, es decir, el pastor, que es un buen hombre, no es unidad, quiero decir no se percibe desnudo como el guerrero y piensa que son parte suya y de él sus ovejas siendo ellas, lo quieran o no, unidades. Estoy de acuerdo en que el guerrero debía haber respetado lo que otro sentía como suyo y propio, pero eso no viene al caso ya que el guerrero combatía entre propios y pares. Por fin, el pastor agarra la piedra cargada de movimiento negativo por la atracción gravitacional y la lanza insuflándole un movimiento positivo con la intención de actuar de esa manera, gran pericia la del castellano, sobre el movimiento positivo del guerrero y truncarlo en negativo, en fin, el pastor es y deja de ser unidad para con el guerrero, como decía Goethe, y, de ahí, que se sostenga el sistema; y, por otro lado, llegamos a la conclusión de que las relaciones entre unidades se miden en parámetros de movimiento y cambio, como ellas mismas son, a su vez, movimiento y cambio sobre el plano de la unidad, y ya expusimos que la unidad debe respeto a la unidad para no dejar de serlo porque la unidad es unidad o deja de serlo. Deja de serlo en tanto en cuanto comienza a ser política ya que la política implica medida y relación con respecto a unidades exteriores a la propia unidad, en cierto modo se puede decir que la unidad es diplomáticamente apolítica; más o menos como el árbol o el gorrión, pero no significa por esto que sea dada a la inacción ni a la vagura que se contempla diariamente, sino que resulta sentir/pensar al árbol, a al flor, a la unidad como necesidad de acción, como un planeta o la luna o el sol actúan sin actuar hasta su muerte. Tampoco hay que pensar que se trate de un automatismo sino que la unidad sea cual sea, es unidad en devenir, que puede necesitar de ciertas condiciones físicas para mantener estables su cambio y movimiento y que está tan atada a lo concreto como a lo ajeno en todo momento. En fin, el Universo es una máquina realmente compleja en la que todo se refleja a sí mismo y por semejanza se distribuye conforme a la unidad en cambio y movimiento. La unidad, por lo tanto, es unidad sola que ha de mantenerse y hacerse a ella misma libre con el universo, es decir, consigo misma, sin tergiversarse con nada pero, si así me permitís decirlo, liándose con todo de forma serena y reflexiva”. “Afortunadas y sucintas me parecieron tus palabras, oh, Alpecius, paladín de la idea fugitiva; oh, yo, Anacleto de Híspalis decreto que es turno de pregunta”. Y entonces dice el joven poeta: “Muchas ideas y muy bien dichas, Oh, paladín, tal o cuál es mi pregunta”. “Conociéndote, gorrión, hice por no dejarlo todo dicho, no fuera que tus alas vacilaran en el viento”. “Pues ya que algo digo permítaseme seguir y quedaré contento. En fin, que la unidad son muchos sujetos que la unidad puede siquiera no conocer. Tantos sujetos como hay en el cielo, en la tierra los hay en una sola cabeza. Toda unidad se resume tiernamente en una palabra: intuición; ¿o no es cierto que el cosmos envolvente; así como el árbol que agita sus ramas al viento o el ruiseñor que vela nuestro sueño o la amada que duerme sencilla, momento a momento, como una flor; no es cierto que no son sino intuición de vida?”. “Ya que empezaste, poeta; podías, al menos, ser claro en lo que dices”. “Hablo del origen de tales cosas; de dónde nace el árbol, el pájaro, la flor o la mujer; son creación ininteligible de la misma vida y a eso llamo intuición vital, esta intuición vital se podría explicar como movimiento repentino de cambio o cambio de movimiento repentino, es decir, la unidad es a la vida, como la amada al sol, quiero decir, que movimiento y cambio son dados a los cuerpos en devenir como al sol le es dada su rotación por esa inercia controvertida que el filósofo despachó; a esa inercia de muerte y vida, de vida y muerte, es a lo que llamo intuición vital. La unidad se crea, no es inmutable, y toda unidad es creada por una intuición vital. Así un poema como una sátira son productos de ella, es decir, materializaciones no de sentimientos, ni conceptos sino intuiciones de, si así lo puedo decir, el sentimiento del pensamiento”. “Va a salirnos este poeta descarado”. “Ya percibo, oh, mí, Anacleto de Híspalis”. “En fin, sería lícito, en su caso, decirlo así desde una óptica meramente humana pero en el plano de la unidad hay multitud de ríos, cañones, gargantas y cordilleras, por lo que prefiero la intuición vital para este caso concreto”. “¿Y como se puede decir que la unidad piedra ha sido creada por la intuición vital que ha aflorado en el momento que el sabio golpeaba la roca con su atril?”. “ Cierto es que no es mejor rigor ético que poético puesto que ambos son unidad, como el filósofo acertó a decir, pero, aún así, no puedo remediar el remendaros con palabras anteriores: la unidad piedra nace del golpe sabio del sabio mosqueado a consecuencia de la intuición vital que es movimiento repentino de cambio o cambio repentino de movimiento; en fin, de cómico parecéis necio, y con esta asombrosa alocución de un poema en verso del poeta en cuestión, de esta charla desisto.

Porque sin deseo de amor, no puedo más que amaros
Y puesto que para la loca risa cuando marcháis quedo
No puedo sino sentir dolor cuando de vos me parto
Y escribir estos sentidos versos que por vos merezco.
En otro tiempo, en otro lugar, encuentro el sosiego.
Sin ti, risa, locura, vida, en solo silencio me hallo
Y liada en los retazos leves del olvido encuentro
La lívida sonrisa que mi corazón ha trastabillado.
No puedo quererte, sabiendo que aún te quiero.
Tú necesitas amarme, sabiendo que aún te amo;
Y a traspiés caminamos tropezando con el veo veo
Sin ver nada, todo sintiéndolo con el sol cambiado.
De tus tenues ojos he hecho racimo de jacintos,
De tus cálidos brazos brotaron ramas de laurel,
Y coronado con la flor de primavera sobre el plinto
Canto solemne la nostalgia de un pasado aquel,
Que es un fue, un será, y un es enamorado”.

“Esté bien. Bridado. Oh, yo, excelso poeta trágico Anacleto de Híspalis, decreto que corra el turno en su justo orden; hable pues Alcíbiades que a él le toca”. Y dice entonces el anacoreta: “Gloria al joven poeta que sin saber versa rimillas tales”. “Gloria a Tales –dice el filósofo”. “Gloria – dicen los otros”. Y dice Alcíbiades: “Pues bien, como médico hablare sobre la unidad, que es tanto como decir que hablaré como buen político, que no mequetrefe común. Quisiera puntualizar antes de mi disertación que el sistema que se desprende, oh, Alpecius, de tus grandilocuentes palabras, llevado al extremo próximo, se instituye como utopía”. “Bien dices, caro Alcíbiades; pero eludiste que la utopía es concepto político mientras que el sistema de unidad es apolítico como el sol o una estrella lejana o la relación que mantienen la luna y el mar, que no son en absoluto utópicos y sin embargo constituyen unidad. Aún así no pensamos aquí para sistema sino por nosotros”. “De agradecer son tus palabras, oh, magnífico Alpecius; constituyen unidad –dijiste-, y con eso estoy de acuerdo como podría estarlo el joven poeta, ahora bien para hablar de unidad hemos de hablar para sistema ya que las unidades se tocan y relacionan, aunque sin tergiversarse, para un fin común ya sean sus medios y principios dispares. Así como las distintas unidades que encontramos en la sangre se tocan sin tergiversarse actuando todas para la consecución de la vida orgánica, del mismo modo, la sociedad de humanos busca la paz, es decir, una unidad, y quizá por eso no la encuentre teniendo en cuenta los principios de sus medios y los medios de sus principios, así como sus principios mismos y su carencia de unidad. Pero, en fin, dejando a un lado la medicina general iremos a la concreta; hoy que el pensar en la existencia de un alma trascendente sólo es cosa de risa o pretexto poético de las rimas de algún poeta tarado o de alguna anciana beata; hoy que cuerpo y mente se perciben como unidad, esto es, como debe hacerse, y que se sabe que ambos se entrelazan física y químicamente a cada instante no pudiendo conservarse como unidades sin tergiversación; hoy que la ciencia se transforma en locura, en tergiversación de la unidad e ignominias similares; hoy que las amas de casa se atiborran de fármacos y el niño se quema porque olvidó la estufa puesta; hoy, digo, o mejor, pienso, hay tantas o más enfermedades que acucian al género humano en cantidad e importancia, y es evidente que corremos de la enfermedad física en masa a la enfermedad mental colectiva. Diréis que qué tiene que ver esto con la unidad; pues bien, en lugar de la unidad yo hablaré, sin ánimo de contrariaros, de la carencia de la misma o de aquellas cosas que la hacen carente de sí misma. Bien sabéis que el cuerpo humano puede ser metaforizado, como hiciera el filósofo, en máquina; y bien, a la pregunta qué necesita una máquina, cuál es condición necesaria para el buen funcionamiento de una unidad, responderéis raudos que se trata de que sus piezas tengan una cierta proporción entre sí; que encajen en un esquema indeterminado pero preciso, es decir, para el correcto funcionamiento de la unidad se hace necesaria una cierta serenidad entre los elementos y una cierta serenidad de su conjunto para con su conjunto. Y ahora nos preguntamos, como hiciera el pensador, de dónde mana esta serenidad, de qué eterna fuente oculta ha de beber la unidad en mal funcionamiento, en caos y locura sumergida; y entonces Sócrates y algunos otros tienen mucho que hablar. Pero, además; qué significa esta serenidad para una máquina en devenir continuo cuyas piezas o cuyo conjunto, por así decirlo, están al borde del acantilado cada segundo; y lo que a algunos les parecerá más importante, porque el hombre, a fin de cuentas, sólo busca serenidad pero la confunde con seguridad, ¿es esta serenidad constante e inviolable a partir del momento en que se adquiere?. Y entonces, en este último punto, nos encontramos con la paradoja, o aquella cosa que los científicos llaman concepto de entropía que a vuestros álgidos entendimientos resumo en que la serenidad y el caos se pertenecen, y, en última instancia, siempre aflora el segundo sobre la primera en el momento que sea, sea pasajero o eterno como ocurre hoy. Aún así he de distinguir por distintos ambos entramados ya que mientras este último es consecuencia de la enfermedad colectiva y de la no unidad, el primero es un proceso –yo diría- físico que, como dijo el filósofo, es reflejo de lo que ocurre en el propio Universo, santo y seña de la unidad. De todo esto se desprende que la causa de la enfermedad es que o construimos la máquina con piezas fabricadas a alta velocidad y, por lo tanto, poco precisas, como suele ocurrir en el caso de las tareas humanas; o que piezas ajenas a la unidad son introducidas truncando su buen funcionamiento; o que, en algunos casos, una máquina construida aceptable e incluso sólidamente es introducida por una inercia de movimiento mayor y exterior en un entramado de dimensiones alejandrinas en el que las ruedas humean a velocidades que acaban por desquiciar la máquina original y sana. Como médico habría de prescribir cura al enfermo pero como político o apolítico percibo que su enfermedad es la medicina propia del enfermo, es decir, que la única medicina de la no unidad es la no unidad que se encuentra para consigo misma revalidándose como unidad. En fin, creo que para médico ya cumplí y, así, vuestras preguntas e inquisiciones, si las tenéis, espero”. “Pues no esperéis mucho que a mí, oh, rápido Arístides me toca hablar”. Oh, necio Arístides, como tu padre ligero, como tu padre falaz, sin ofender, claro”. “Claro u oscuro no me ofendéis, aguilucho, sino que resulta al contrario que las palabras de enemigo son grandes aliadas”. “Llego a medir que los cómicos para ser cómicos habéis de ser entresacados y truculentos”. “Los poetas son cómicos maricas y los filósofos sois cómicos adulterados; los políticos son peleles de guillotina y los escritores cómicos de salón, en fin, ni unos ni otros se salvan de ser o estar como entresacados y algunos como imantados por un éxtasis místico o fenómeno de similares consecuencias.”. Intuye el poeta trágico que hay el cómico lleva razón y sin saber ninguno a dónde o cuándo o quién se reclinan en sus respaldos para entonar el vaivén escuchando embriagados al cómico y sus tropelías. “En fin, como decía, ya que el médico habló de sus sistemas, yo hablaré de los míos. Bien, la unidad es unidad y las unidades son sistema que es unidad, como dijo el mencionado matasanos; yo como cómico hablaré de la unidad/asociación concreta de unidades en un momento preciso e indeterminado, sin ir, como comprenderéis, a plantar las cosas en estratos celestes, quiero decir, que me quedo con el hidalgo y con su Sancho, que bien me placen. Dentro de la cabeza de tan Quijotesco rufián se confunden las unidades, sin confundirse, de un modo completamente admirable y lleno de vida y extremo entendimiento. El mencionado sabio ve lo que quiere ver y por tal osadía lo que el quiere ver es lo que ve. Como aquello del grande Voltaire que venía a decir que sólo hay que esperar que las unidades acucien un movimiento indeterminado pero preciso para que ese movimiento se suceda como es de esperar. No sé si era esto lo que el voltio ilumino pero algo así quiero aluminar yo; en fin, no se trata, de todos modos, de una espera sino en todo caso de un suceder, de un destino, de una intuición, y esto significa, de una palabra, un segundo, un ya, una decisión por necesidad primaria, perentoria, única y diversa, como decía alguno, similar al sol, o sino como la enamorada acaricia sin pensar y el enamorado pensando. Cuando una enamorada acaricia el pene erecto del amado no puede sino pensar que es algo oblongo y maleable que incita al juego o a besarlo como si fuera un perrito o acunarlo como a un gorrión. Tenemos una unidad que actúa sencillamente para con otra unidad y vemos de maravilla, si atendemos a lo que digo, que la relación se establece como momento in disoluto en la corriente temporal porque está empapado de esa serenidad que proporciona a las unidades un trato instintivo, intuitivo o, por así decirlo, animal. Se puede pensar que el pensar es, a fin de cuentas, como un cáncer que acusa la vida y, de ahí, que el hombre que no lo frecuente ni conozca, lo rehúya como huye un elefante de una sabandija. La unidad no quiere pensar; necesita el actuar, es un compendio de movimiento que centrifuga como la vida o los celestes y, a la vez, ejerce un movimiento centrípeto que culmina el proceso. Ahora encontramos que el pensamiento es centro, es dentro, es fuera y es movimiento, y las unidades dispersas, es decir aquellas que actúan más de la cuenta o lo que es lo mismo sin pensar, se apartan de él. Pero la pregunta es a dónde va a parar todo esto. Necesitamos, como cómicos, una asociación de unidades que forme unidad y porte la gracia y encontramos que la amada juguetona tiene la suya para con el amado pero, por otro lado, vemos que si el amado actúa más de la cuenta, es decir, si es cómico o necio, la amada acabará cansándose de tal miembro de la comparsa para mandarlo al cuerno. De ese modo, como decía, lo que necesita la relación entre dos unidades para conservarse como momento in disoluto, para ser intensa, intuitiva, instintiva, es que la gracia se haga presente en ella y en ambas unidades por separado. Y ya es tiempo de pensar en qué consiste esa gracia que por ser tan complicada seguro que se encuentra y se expone sencillamente. Pensemos este enunciado por ejemplo

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