martes, 7 de diciembre de 2010

Fabula sin brío


Amanece. Un Sol frío de ocaso. Ernest Heminway está sentado en la azotea. Durmiendo. La luz va despertándolo. Se levanta; ojea sobre la barandilla: La calle de las fruterías despierta con su olor paradisiaco de manzanas y grosellas, cebollas y limón; aún no circulan automóviles y los verduleros, gordos y rojizos, sacan enormes cajas de puerros y patatas y acelgas. Ernest se pregunta
por qué los verduleros suelen ser obesos lo que a su entender se escapa a la razón
Aparece en escena un cartero. Porta un enorme paquete sorpresa que entrega al dependiente de El dios de Samuel. “¡Samuel´s god!”. Ernest deduce: debe ser judío. El muchacho, enclenque y bajito, lo recibe con seriedad y corrección. A Ernest plantado en la azotea le tiemblan las manos soleado por la curiosidad, por la emoción de recibir un trasto tan grande, de saber qué esconderá. Ernest ha intuido de inmediato que es una porcelana que representa a Proserpina en azorada huida por un bosque de hadas o quizás se trate de un congelador o de la herencia de sus parientes que perecieron en Auswitch. Ernest no puede soportar más y encamina sus pasos hacia la sucia escalera, recóndita y escarpada, que permite el acceso al piso. Una vez abajo, tras pelear con un par de ratas, escapar de la ninfómana peluda que caza en el segundo y de las afiladas garras del camello de coca que pasa las papelas mal compuestas en el descansillo, Ernest se siente más feliz. “La calle que extraño lugar –se dice- por qué el hombre desde tiempos menudos habrá descansado sus huesos en la incertidumbre y la agonía del espacio abierto, insondable, imprevisible; por qué el hombre debe ser social. Dedicaré el día a este pensamiento”
Ya el sol ilumina el pavimento que no ocupan cestas de naranjas, ristras de ajos y mazorcas de maíz, entre toldo y toldo de colores pálidos, junto a hombres secos con cara de fruta. Ernest husmea el género de garbanzos gordos y garrapateados, habichuelas y lentejas y arroz, que reverdecen los estantes del puesto Samuel´s God. El judío cuenta preciso tras las bardas de su corral junto a la caja antigua de hierro forjado los pecados cometidos el mes pasado mientras Ernest, ávido, movido por la astucia se introduce hacia un tonel de aceitunas silencioso cual búho con el deseo irreprimible del misterio del deseo. “¿Contendrá algún secreto escrupuloso?”. “(33, perdóname yavhé.)¿Qué desea, caballero?. “Pues bien… la verdad… ahora que lo pienso…en fin, deme un puchero de garbanzos”. Ernest sale de la tienda, cobarde, derrotado, arrastrando sus pies por la polución del tráfico hacia otra acera con más sabor.

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